Camina despacio por el despacho, admirando, con cierta melancolía, los trofeos de una vida entera. Recuerdos prisioneros del tiempo tras marcos de cristal. Medallas y placas que reconocen sus méritos. Recortes de periódicos que ensalzan su figura. Exageradas historias, en ocasiones, que lo tildan de héroe.
Toma del botellero una botella de brandi y dos vasos. Pequeños. Desgastados por el uso. Con las manos temblorosas llena uno primero y luego el otro. Intenta que no se derrame ni una gota cuando los coloca sobre el escritorio. Es pronto para beber, pero el día lo amerita.
Se sienta despacio. La edad no perdona. Su vista ya no es lo que era. Ya no es capaz de vislumbrar esos pequeños detalles que le hicieron ganarse aquel tonto apodo. Retira sus gafas un momento. Masajea, con delicadeza, el puente de su nariz. No es, esta vez, por aliviar las molestias; es un gesto de incredulidad. Algo que ha leido en el periódico de la mañana ha turbado su envejecida mente.
—Viejo amigo —pronuncia, alzando su vaso—, siempre has ido un paso por delante. Hasta en esto.
Un brindis al aire. A la silla de enfrente, en la que descansa el periódico de ese día. En primera plana un titular: Muere Aurélien Trossard, “Le Renard”.