VIGILANTE
Tanausú González Hernández | Richard H. Martin

Había perfeccionado su técnica a través de un duro entrenamiento. Era capaz de percibir ligeros cambios de presión y, en ocasiones, incluso podía escuchar los latidos de su objetivo. Aquel hombre estaba agitado, pero tenía un paso firme. Su escasa higiene no le libraba del hedor de la culpa, ese acre aroma que penetraba por las fosas nasales del observador. Comenzó a prepararse para el ataque, esperando paciente. Su respiración era tan suave que aquel tipo pasó frente a él sin percibir su presencia. Todo acabó en siete segundos: golpe seco y directo en la tráquea (no demasiado fuerte para no fracturar la laringe, el objetivo es silenciar y sorprender). Golpe con la palma de la mano en el plexo solar (pérdida momentánea de aire e incapacidad de gritar). Doble golpe: barrido al pie y con la misma inercia, patada en la rodilla, posiblemente fracturada (objetivo: inmovilizar e impedir la huida).
Aún tenía ganas de enfrentarse, aunque levantó su arma hacia el lugar equivocado. El último golpe le obligó a soltar el arma con un espasmo.
El dolor que sintió en ese momento fue horrible, pero no era letal. Cuando la policía lo encontrara y lo interrogara, hablaría de los tres o cuatro tipos que le dieron una paliza.
Mientras yacía inconsciente en el suelo, lo registró: mil doscientos en efectivo, sin contar el botín del atraco. Nadie los echaría en falta. Inmovilizó al atracador y dejó el botín junto a él. El efectivo era su pago por proteger a la ciudad de escoria como esa. Ya se escuchaban las sirenas. Los sabuesos de Arcadia eran buenos, pero necesitaban ayuda extra.
Y tal como llegó, se desvaneció entre las sombras.
—¿Matar está mal?
—¿Mmm?
—Mamá, ¿Qué si matar está mal?
—Por supuesto.
—¿Siempre?
—Siempre. No hay excusas para arrebatarle la vida a nadie.
—¿Y si alguien mata a otra persona? ¿Estaría bien matarle?
—No se debe usar la muerte como castigo, hijo. Toda vida es preciosa.
—¿Hay gente que merecería morir? ¿Gente mala?
—Para ellos hay otros castigos.
—Pero hay veces que matar está bien.
—¿Ah sí?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Cuando matan a alguien que quieres.
—Sam, no sigas por ahí…
—¿Qué castigo le pondrías si encontraran al que mató a papá?
—¿Por qué preguntas eso?
—Contéstame por favor.
—Si encontraran al asesino de tu padre, la muerte sería lo mejor que podría pasarle. Ahora termina tu desayuno, que se hace tarde…
Agatha y su hijo salieron de casa. No volvieron a tener aquella conversación. Madre e hijo encontraron la respuesta que buscaban: la muerte no es lo peor que puede pasarte. Afrontaría la rutina que le enajenaba de su tragedia. Dejaría a su hijo en el colegio y ella pasaría el día en la oficina como cualquier persona normal. Pero al caer la noche, los que quebrantan la ley no tendrían donde esconderse. Era la manera de afrontar el duelo de la pérdida y no descansaría hasta ver cumplida su venganza.