Amaya aparcó en uno de los pocos huecos. El centro comercial estaba atestado de clientes que buscaban los regalos de última hora. Leo, en el asiento del copiloto, canturreó las canciones del hilo musical navideño.
–Es irritante tanto secretismo, ¿verdad?
–Presenció cómo asesinaron a su familia, Leo. Está traumatizado.
Una de las puertas traseras se abrió y se cerró. Un joven desgarbado tomó asiento junto a la ventanilla.
–Hola, Jon –dijo Amaya.
A Leo le habían advertido de cómo se comportaba aquel testigo, el único superviviente de la masacre, pero hasta ahora pensaba que eran exageraciones.
–No se les ocurra girarse. Tampoco mirar a través del espejo retrovisor. Ya les dije todo lo que recordaba.
–Necesitamos que hagas memoria de los días de antes –intervino Leo.
Hubo un pesado silencio. La música seguía sonando.…
–Fue a finales de verano. Mi tía estaba nerviosa en esa época. Discutía con mi tío.
–¿Y eso? –preguntó Leo.
–Alguien comía a escondidas. Nos costaba llegar a fin de mes.
–¿Has recordado algo más de él? –preguntó entonces Amaya.
–Era un hombre normal y corriente. Tenía una sonrisa amable.
A Leo le vinieron a la cabeza algunos detalles del caso: el cuerpo del pequeño en el suelo, unas marcas en la moqueta, bajo una silla, lo que significaba que el asesino se sentó para contemplarlo morir…
–Apareció de la nada –añadió Jon, para sorpresa de los policías–. Fue como si hubiera bajado la escalera. Venía de arriba. No me mató porque sonó el teléfono. Eso lo espantó. Era mi turno. Iba a hacerlo.
Era difícil permanecer quieto cuando un joven lloraba en los asientos traseros.
Leo se concentró en la música.
Esa misma tarde, Leo pidió las llaves de la casa en la que unos días atrás el asesino había masacrado a una nueva familia.
Paseó por la planta baja, donde habían aparecido los cuerpos, con marcas de cuerdas y bolsas en la cabeza.
Subió la escalera que llevaba a la primera planta. Frenó en mitad del pasillo. Alzó la vista.
Una trampilla.
Una bofetada de mal olor lo golpeó nada más asomar la cabeza en la penumbra. Se tapó la boca y la nariz con la manga. Si no fuera por el mal olor, nadie habría reparado en ello. Tras una de las vigas había envases vacíos y otros con restos de comida.
Algo más llamó su atención. Un pequeño agujero por donde entraba algo de claridad. Leo se tumbó bocabajo en el suelo. Pegó un ojo a la reducida abertura.
Vio un tramo de salón. Los sofás. La mitad de la mesa del comedor.
Se incorporó. Como en sueños, espantó las moscas que revoloteaban alrededor de la su cara. Las palabras de Jon cobraron fuerza.
La tía, irritada porque parecía que la comida desapareciese durante la noche.
El desconocido, que había aparecido de la nada, como si hubiese bajado tranquilamente las escaleras.
Venía de arriba.