VITTORIO SCARLATTI
Rubén González Chana | La Sombra de Luca

Pasan los años, pero no se olvidan las costumbres bien arraigadas.
Un corto de Whisky de un trago, pido otro. Aquel tumultuoso tugurio de extrarradio que olía a vómito, al menos tenía alcohol barato. En realidad, yo no hacía otra cosa desde mi retirada que estar allí. La policía de Nápoles estaba mejor sin un tipo como yo, además ya entrado en años.
Otro trago. Amargo, ardiente en garganta, nefasto para mi vieja cabeza. Quería olvidar aquel caso. Casi lo había logrado tras años de alcoholismo, de depresión.
Hasta aquella noche.
El cura entró en el antro sin llamar la atención, con el alzacuellos mal escondido. Pidió un limoncello, lo engulló de golpe, y se marchó. Cometió dos errores: el primero, fue que se le escapó del bolsillo al pagar una tarjeta de color beige con un logotipo peculiar; el segundo, que pidió al lado de donde yo estaba sentado.
Conteniendo un súbito mareo, recogí del suelo pringoso aquel cartón con algo dibujado: un anillo rojo y un diamante. Me resultaba demasiado familiar. Palpé mi revólver al costado. Descargado, por supuesto.
Arrojé unos billetes hacia la barra, y salí hacia la oscuridad algo confundido.
¿Vittorio Scarlatti? ¿Aquel asesino que me atormentaba desde hacía años?
Nunca podría olvidar su modus operandi: Una aguja impregnada con una sustancia paralizante; una paliza brutal hasta la muerte; una tarjeta como la que tenía yo en mi mano encima del cuerpo. Siempre mujeres, siempre de mediana edad. Siempre.
A lo lejos, aquel individuo desaparecía tras una esquina. Aceleré el paso para seguirle, entre alcantarillas de las que emanaba un asqueroso humo blanco, entre charcos de agua sucia, y alguna que otra rata dándose un festín.
Si mi instinto estaba en lo cierto, esa noche habría otra víctima cruelmente asesinada. ¿Qué haría? ¿Encañonarlo hasta que llegaran mis excompañeros? ¿Matarlo? Era un viejo borracho, debía andarme con cuidado.
Doblé una esquina, luego otra, y allí estaban en el callejón: una mujer incauta, de mediana edad, tirada en el suelo. Contemplándola desde arriba como una sombra grotesca, siniestra, estaba Vittorio Scarlatti. Preparando su acto atroz.
No podía permitir que aquel monstruo continuara matando. Quizás más por mí que por la mujer, he de reconocer.
Con más sigilo del que recordaban mis jubiladas piernas, llegué hasta su espalda. Cuando Vittorio se quiso dar cuenta, yo ya tenía el revólver agarrado por el cañón, y la culata bajando hacía él. Pudo ver los primeros tres golpes en su cabeza, estoy seguro. Me alegro. Del resto no estoy convencido, aunque espero que no.
Cubierto de sangre y sesos me alejé de la escena del crimen.
No sé si hice lo correcto al matar a Vittorio, pero sé que no puedo deshacer lo que hice. Sigo bebiendo en el mismo tugurio, pero ahora con un nuevo peso en mi conciencia. Nunca me pillaron y no voy a confesar.
Quizás algún día pueda encontrar la paz.
Por ahora, toca seguir chapoteando en este nido de mierda llamado mundo.