Cada paso es una tortura. Dejo tras de mí un rastro de sangre que pronto atraerá a las bestias. Debo alejarme, si bien no creo que exista un lugar en el mundo en el que pueda esconderme de ellas.
Gabriel me observa desde el otro lado de la calle. Ni siquiera oculta lo mucho que está disfrutando de mi humillación. Me contengo para no pedirle ayuda, ya que sé lo que responderá. Como si hubiera adivinado lo que estoy pensando, que chasquea los labios y niega de forma breve.
—Te dije lo que sucedería si cabreabas al Viejo.
—Guardate sus sermones, Gabriel.
Pero sé que tiene razón. Los dos sabíamos cómo iba a terminar esto. El Viejo nunca iba a permitirme volar solo, lejos de su amparo. Creo que teme que otros tomen mi ejemplo y concluyan que otra forma de vida no sólo es posible, sino también necesaria.
De alguna manera, lo he obligado a cortarme las alas
—Cada cual recoge lo que siembre —observa Gabriel—. Y tu, amigo mío, llevas mucho tiempo jugándotela.
—Por lo menos hago algo por mejorar las cosas.
—Oh, está claro que han mejorado mucho. No hay más que verte.
—Vete al infierno.
Suelta una carcajada. Reconozco que, en el fondo, tiene su gracia. Mandarle al infierno, digo, que es justo donde me dirijo yo, a paso lento pero seguro, en busca de un lugar en el que lamerme las heridas.
—El Viejo tiene los días contados —insisto—. Todos se han dado cuenta de que es un fantoche, una estafa.
—Aún le queda cuerda para rato, amigo.
—Caerá, Gabriel. Ya no tiene tanta influencia como antes.
Gabriel se toma un momento para encender un pitillo. La llama ilumina durante un par de segundos sus facciones angelicales. Joder, como me gustaría borrarle esa estúpida sonrisa de un puñetazo.
No estoy en condiciones de intentarlo siquiera, así que me contengo y sigo avanzando.
—¡Ah, los jóvenes! —dice a mi espalda— Pensáis que lo sabéis todo y olvidáis pronto el pasado.
—Eran otros tiempos, Gabriel. Todos éramos más inocentes y, de alguna manera, necesitábamos creer en algo.
Me interrumpo cuando oigo, a mi espalda, un aullido lejano. Las bestias se acercan. Gabriel también se da cuenta, ya que retrocede hasta quedar al amparo de la sombra del callejón, la brasa del cigarrillo como una señal de su presencia. Estás sólo, dice ese gesto.
Aprieto el paso, consciente de que mis posibilidades de alcanzar la salvación son mínimas. Todo está perdido. Pronto no quedará de mí más que ese rastro de sangre y las alas que el Viejo me arrancó delante de todos, para que mi castigo sirva de ejemplo a los que, como yo, creen que las cosas pueden y deben cambiar.
Puede que, en el fondo, Gabriel tenga razón: llevo jugándomela demasiado tiempo.