La vigilancia era la parte que más aborrecía de su trabajo.
Esperar escondido a que “su caso” cometiera el error por el que él estaba allí, con su vieja Olympus y su teleobjetivo, preparado para conseguir la prueba irrefutable del delito cometido. Aquella que confirmaría la sospecha de su cliente y haría que pagase sus honorarios, satisfecho por haber conocido una verdad que, en muchos casos, le destrozaría la vida a él o a alguien de su entorno.
Probar la infidelidad de su mujer, confirmar la malversación de su socio, asegurarse de la traición de un hermano. Verdades sospechadas que él, su espera y sus fotos, convertían en pruebas condenatorias.
Pegó un sorbo al café que se había quedado helado, sin perder detalle del todavía oscuro ventanal de la casa que vigilaba. Se acomodó en el asiento hundiéndose de nuevo en sus pensamientos.
No se consideraba un hombre con problemas de conciencia. No tenía reparos en usar la violencia o en utilizar un arma contra algún pobre diablo si su investigación lo requería. Pero sentarse en un coche, espiar entre las sombras, como ahora, se le antojaba siempre algo sucio.
Había algo obsceno en mirar de aquella manera. Y en casos de infidelidades, como el de esa noche, la sensación se incrementaba. Se sentía como un voyeur, excitándose con antelación por lo que sabía que iba a encontrarse.
El cliente de aquel caso no le gustaba. Eso no tenía importancia, le ocurría en muchas ocasiones. La mayoría eran tipos asquerosamente ricos que usaban sus pesquisas para hacer más dinero o para justificar el quitarse de en medio a alguien que les molestaba.
Pero para qué usaran la información que él conseguía, no era su problema.
Pero aquel caso era diferente.
Al poco aprecio por su cliente se unía un aprecio inapropiado por la infiel esposa.
El magnate ruso lo sospechaba hace tiempo y las semanas que él llevaba siguiendo a Patricia no le hacían albergar ninguna duda. Hoy se iba a encontrar con su amante. Harían el amor y el placer que él sentiría se mezclaría con la culpabilidad de quien sabe debería ser más profesional y ceñirse a su trabajo: observar y recoger pruebas.
Sólo de pensarlo se le puso dura.
Con la prueba que él conseguiría, el ruso se creería en el derecho de mandar matar a su mujer.
La luz de la ventana se encendió y a través de las cortinas pudo reconocer la figura de Patricia. Encuadró el cuerpo sensual de la joven en el centro de su objetivo y vio claramente como ella miraba hacia donde él se encontraba, mientras comenzaba a desabrocharse la camisa.
Con la cámara en la mano bajó de coche. Abrió el maletero, la guardó y se encaminó hacia el portal de la ventana, sintiendo bajo el pantalón la confirmación de la prueba irrefutable que, en este caso, no entregaría al cliente.