Wash & crime
Luis Rodríguez Guerrero | MadMan

Soy Juancho Paredes, tengo cincuenta años. Mi oficio ha sido el de descuartizar y despedazar reses, empecé desde muy jovencito, y pronto me convertí en el titular de la Monumental de Barcelona.
Con los años el trabajo comenzó a flaquear; en una ciudad como Barcelona, a la vanguardia de casi todo, los toros quedaron para harina de otro costal. Los puñeteros políticos —que meten sus cuernos en todo— resolvieron la abolición de la fiesta nacional.
Verme obligado a abandonar mi oficio hizo que el hambre aporreara mi puerta, vaciando el frigorífico y alicatando una a una las miserias de mi hogar. Algo que me llevó a enfundarme el traje de malo; actualmente me dedico a torturar y a descuartizar a gente, deambulo por los angostos callejones del crimen organizado.
No opero solo, lo hago junto a Dimitri. Un eslavo de dos con cero cinco que quita el hipo y las ganas de vivir. Yo soy el director de orquesta, ya que con mis métodos hago que la gente cante la Traviata.
Andaba nervioso esa mañana, inmerso en mis cavilaciones justo cuando Dimitri entró en el piso franco acarreando un bulto humano.
—Aquí te dejo el sobre con la pasta. Van cincuenta mil. Date prisa, el patrón no para de freírme a llamadas.
Asentí. Seguidamente me aproximé a la cabeza del bulto. Rasgué la bolsa para liberar a nuestro rehén de la improvisada capucha. Lo que vino después hizo que yo mismo, casi compartiese el estado de seminconsciencia de aquel desgraciado. Era Manolo Leal, ¡mi amigo de la infancia!; intenté serenarme para que Dimitri no se percatase del terrible hallazgo.
Sin pensar en las posibles consecuencias, me acerqué parsimoniosamente a la bandeja de utensilios de tortura y en un gesto de aparente normalidad, fui calibrando el tipo de sierra debía utilizar. Seguidamente agarré con fuerza la bandeja con ambas manos y la estampé a largo y ancho de la cara de Dimitri hasta hacer resonar un enorme gong que inundó la estancia.
—Corre Manolo, tira millas. No mires atrás o estamos muertos—dije mientras le ayudaba a incorporarse.
En cuestión de segundos los dos corríamos calle abajo como alma que lleva el diablo. De repente, me paré en seco.
—¿¡Pero qué coño haces, Paredes!? Que ese gigante te va a matar. ¡Huye!
—Tranquilo Manolito, sé lo que hago. Vete, y hazme un último favor: no vuelvas a meterte en líos.— contesté a modo de despedida.
La última imagen que conservo de Manolo Leal fue esa, corriendo como un loco después de haber burlado a la muerte en un golpe de suerte. Fui al piso franco con la esperanza de que Dimitri siguiera contando ovejitas. Cogí el sobre con los cincuenta mil y salí. No era mucho dinero, pero el suficiente para cambiar de identidad, empezar una nueva vida en Bolivia o Brasil y abrir un negocio decente: una lavandería a la que le pondría por nombre Wash & crime. Porque la mancha del delito siempre debe de ser borrada.