Y ahora debo respirar.
Beatriz Gómez Lorenzo | Iris Moscú

Llego tarde a la vida, lo sé.
La rabia ha devastado caminos, destruido lazos y no me ha permitido mantener conexiones familiares. Siempre quise tener hijos. Me han robado hasta el sueño más innato en mí. No los tuve, no pude.
Setenta años de rabia son muchos, hacen callo en el pecho y asfixian como si vivieras continuamente debajo del agua. Sales a respirar, brevemente, coges aire y te vuelves a sumergir en la opacidad.
Demasiado tiempo. Demasiados años. Soy vieja y mis manos ya no soportan apenas el peso de una sartén. Me cuesta caminar pero la mirada la mantengo firme. Fija en el objetivo.
Debo aliviar la rabia para, al menos, morir con un poco de calma.
El polvo cubre el resplandor, siempre lo hace. El crucifijo de madre estaba bañado en sus partículas cuando lo saqué del cajón. Llevaba ahí una decena de años, lo conservaba por pereza no porque me gustase.
Hoy es mi aliado, será mi guía.
Colgado de mi cuello tintinea despacio, quizás sobrecogido por lo que va a venir.
Diez años. Esa era la edad a la que perdí la sonrisa y la batalla. Quise enmendarlo, perdonarme es el intento más horrendo de algo que he hecho en mi vida.
Fracasé. Sé que no debo culparme pero no he podido quitarme de encima la capa de lodo que me vertieron.
Me falta un poco el resuello, me cuesta caminar sobre mi artrosis pero la puerta se abre ante el breve empuje de mis nudillos.
Está oscuro, mejor así. Parece que alguien olvidó subir las persianas al despertar.
— Bienvenida, Sonsoles. La estábamos esperando.
La mujer de pequeña cintura me sonríe amable y la sensación de presa casi me hace entrar en pánico. Ya se sabe, a los viejos se nos engaña con facilidad.
La sigo por un largo pasillo hasta lo que parece un despacho. Todo madera bien revestida. En estos lugares siempre hubo abundancia.
Soy una gacela al pie del león.
Y el depredador está ubicado tras su escritorio, llevo años imaginado esta estampa pero su presencia me hace fallecer. Tengo la garganta reseca y raspa a cada tragada de saliva.
Necesito sentarme.
— ¿Lo ha traído? Me alegra mucho que haya decidido donárnoslo. Es una pieza de incalculable valor.
Directo, la paciencia no fue nunca una virtud en él.
No me reconoce.
Sus ochenta años y los míos se parecen, intenta disimular el temblor de su cuerpo y no creo que pueda caminar erguido. Pero su presencia aún impone.
Alguna vez fuimos amigos, crecimos juntos. Él era el monaguillo de la parroquia cuando me violó el que llevaba la sotana. Se lo conté quince años después cuando ya tenía un puesto importante en la institución religiosa.
Me acerco a su lado. Parece dudar.
— En la vida hay que saber perdonar a la buena gente —me dijiste — sin embargo, yo creo que la mala no debe existir.
La sangre de su cuello inunda sus manos, acerté con las tijeras.
Y ahora debo respirar.