El bullicio habitual que reinaba en torno a las mesas se había transformado en una tensa y ensordecedora mudez. Los clientes y el personal del restaurante trataban de aplacar la inquietud que les embargaba.
Javier, inspector de homicidios con una trayectoria de veinte años, había estudiado con atención el cadáver. Las arrugas surcaban su frente y la boca se torcía en su gesto habitual de concentración. Las canas que poblaban sus sienes y las bolsas bajo los ojos atesoraban agrios recuerdos profesionales. Estuvo una hora concentrado en el cuerpo de Don Marcelo, cliente habitual, abogado y, para su desgracia, protagonista de la mortal escena. Sentado sobe la silla, el rostro descansaba sobre el plato en el que le habían servido los profiteroles, su postre favorito. Algo pasado de peso, vestía un elegante traje. «Muy apropiado para las pompas fúnebres», pensó Javier.
Según el camarero que le sirvió, Don Marcelo, había pedido el menú: Antipasto, lasagna de espinacas y profiteroles; todo ello regado con vino tinto. Al parecer, cuando estaba acabando el postre, comenzó a ahogarse, a convulsionar y cayó sobre el plato, como cae el púgil noqueado por un certero crochet en la mandíbula.
Lo primero que había hecho el inspector al llegar fue solicitar a un agente que levantase la cabeza del finado. El uniformado mantuvo la cabeza en alto, mientras Javier la observaba y, después, olía los restos del último profiterol que el difunto no había podido terminar. Junto con al dulzor del chocolate y la nata, percibió un aroma artificial, casi químico; sin duda el aderezo que facilitó el súbito viaje de Don Marcelo a ninguna parte.
Por supuesto, las principales sospechas se centraron en el cocinero y en el camarero que sirvió la mesa de Don Marcelo. A ambos se les tomó declaración y los dos, muy airados, se revolvieron y alzaron la voz reivindicando su inocencia. El artesano de los platos en la cocina contó como cocinó, montó los platos y avisó cuando la comanda estaba lista. El camarero relató que, tal y como recogió el postre de la cocina, lo sirvió en la mesa. Los dos eran inocentes, ninguno había pasaportado al abogado. Pero uno de ellos omitió un dato.
La verdad está en los pequeños detalles y estos, en ocasiones, salen a la luz por parte de los ojos, oídos y boca más inesperados; y es que una cliente, una anciana vecina del barrio, entre lágrimas comentó lo simpático y popular que era Don Marcelo; lo bien que se llevaba, sobre todo, con la esposa del camarero que sirvió a Don Marcelo, a la que, semanalmente, veía salir del portal del bloque en el que aquel tenía el despacho, tras hacerle consultas fiscales, según ella misma relataba a la anciana.
Cuando el camarero negó a Javier que fuesen clientes del Letrado, el olfato de sabueso del inspector olió a gato encerrado, presionó, dio verdades por sentadas y confirmó que infidelidad y celos son una receta muy indigesta para un postre tan dulce.