Luego de lo que había sido una mañana apestosa rodaba con mi compañero por las calles, cuando por la radio de la patrulla nos informaron que había sido robado un niño de un hospital, curiosamente era el mismo en donde mi esposa L. tenía dos días hospitalizada por una apendicitis, así que una sonrisa se me dibujó en la cara, finalmente podría visitarla.
Sabía que ella no me perdonaría por haber estado ausente durante su padecimiento, pero era claro que yo no escogía cuándo tomaba mis recesos, eso de que el crimen no descansaba era absolutamente cierto.
Así que nos enfilamos rápidamente hacia allá, estaba contento porque podría pasar a verla en medio del barullo que de seguro habría con lo del muchachito. La sirena de la patrulla era como el aullido de un lobo en una noche de luna llena, se multiplicaba en ecos que rebotaban por doquier.
Había imbéciles rodando que no se apartaban al vernos venir, al contrario, parecía que se esforzaban por bloquearnos. Llegamos y dejamos la patrulla en toda la entrada, hacía poco tiempo del hecho y cada minuto podía ser la diferencia entre encontrar o no al recién nacido.
Dentro era un desastre, enfermeras que corrían, vigilantes del hospital con cara de “yo no fui”, familiares entre desesperados e indignados, pacientes y visitantes que nada entendían y el padre del bebé sustraído intentado consolar a la madre diciéndole con cara de tragedia “que lo encontrarían”, algo que él parecía no creer realmente.
La jefe de enfermera nos abordó llevándonos a la sala de donde habían sacado al bebé, allí permanecían otros. Inmediatamente ordenamos que se cerraran todas las puertas y que nadie saliese del hospital, los refuerzos policiales estaban ya en el lugar, lo que hacía más viable que lográsemos recuperar al niño.
Se buscó por cada espacio del inmenso hospital, era increíble los múltiples sitios que podía tener un centro de salud, luego de horas, entendimos que no lo encontraríamos dentro. Ya la foto del pequeño se había distribuido y ahora era cuestión de esperar a ver si había suerte.
Cuando terminamos nuestro infructuoso trabajo le dije a mi compañero que aprovecharía para ver a mi esposa que tenía un par de días hospitalizada allí mismo. Amablemente me respondió que me esperaría abajo, cerca de la entrada principal, pero que antes estacionaría bien la patrulla.
Al llegar a la habitación indicada no encontré a L., fui al puesto de enfermera y me dijeron que había sido dada de alta en la mañana. No me llamó, así que estaría furiosa.
Al final del turno me fui a la casa, estaba realmente cansado, sabía que me esperaba una discusión que intentaría asimilar de la mejor forma para que terminase lo más rápido y cordialmente posible.
Cuando abrí la puerta encontré a L. sentada en el sofá con un bebé recién nacido en los brazos y al preguntarle ¿qué significaba eso?, me dijo que la disculpase, pues había sido más fuerte que ella.