YO ESTUVE ALLÍ
Lola Marcos García | Mía Delasen

Se levantó despacio. Cada día le costaba más caminar. “¡Los años no pasan en balde!”, pensó. Fue a beber agua y lo hizo poco a poco. “¡Vaya!, también me cuesta tragar. Me estoy haciendo viejo”. Y eso mismo debían creer en la comisaría. Ya no contaban con él como antes. “Pero qué puede importar eso si todo está ya resuelto, ¿no es verdad?”.
Un gran éxito para todos, sin duda. Había sido un caso muy sonado: la desaparición de un pequeño en un parque de atracciones. Lo que más puede conmover a la gente y, encima, con un triste final. Y no había ningún indicio, ninguna persona sospechosa. Pero sucedió lo impensable. Inesperadamente, un minúsculo cabello duro y retorcido…¡imposible que perteneciese a ese ángel!. Una oportunidad para la Policía Científica, esa que nunca patea las calles. Y gracias a su puntera tecnología, voilá, el ADN del culpable. El de un tipo relacionado varias veces en aberraciones similares; fichado pero nunca condenado, que ahora pagaría, por fin.
«Ya podemos respirar tranquilos. Se nos estaba echando la prensa encima, y también la opinión pública», comentaban. «Nuestra comisaría estaba más que en entredicho, pero ya tenemos un sospechoso…¡No!, ¡un condenado!. Y la pena de muerte es poco para él».
Volvió a tumbarse, consciente de sus doloridas articulaciones. Ya casi no participaba en trabajos de campo. «Quédate tranquilo», le decían, «ya has aportado bastante; te mereces un descanso».
Indudablemente se movía con dificultad, pero no había perdido todas sus facultades. “Por lo menos no las más importantes, ¿no os daís cuenta?”. Porque entre tanta felicitación, entre tanto apretón de manos, él sabía que iban a ejecutar a un inocente. Había una prueba irrefutable que le incriminaba, “¿cierto?”, y los de la Científica, con sus trajes y batas impecables, se jactaban de su eficacia. Ellos que nunca acudían junto a los cuerpos semienterrados en el monte, “pero yo sí estuve allí, tan cerca…¿cómo olvidarlo?”. Pasaron muchos días sin pistas cuando de forma imprevista, casi milagrosamente, apareció en el laboratorio ese cabello. Y a nadie parecía importarle ni cómo ni de dónde.
Y ahora él viviría sus últimos días con la tristeza de saber que un inocente pagaría por otro. Él, que sí sabía la verdad, sin poder hacer nada para revelarla. Nunca antes había sentido tanta rabia, impotencia, desesperación. Todos lo notaban: «¿qué pasa, compañero?, ¿ya no te alegras de meter a un malnacido entre rejas?».
“¡Inútiles!”, quiso gritar en medio de la celebración, “¡tenéis delante al verdadero culpable y lo vais a dejar escapar!”.
Pero no podía hablar. Nunca había podido, pero ahora no podía soportarlo.
Creyó volverse loco cuando uno de aquellos policías de laboratorio – orgulloso, confiado, intocable – se le acercó. Porque él nunca se equivocaba. No en vano había sido el perro más condecorado de esa maldita ciudad.
“Era su olor, el mismo que detecté entonces junto a un cuerpo semienterrado, en ese tipo de lugares a los que ellos nunca acuden. Pero yo sí estuve allí, tan cerca…¿cómo olvidarlo?”.