El 16 de febrero de 1983 de madrugada el cielo y el mar parecían rugir en Tánger. Yo escribía en la habitación 208 de un hotel sin estrellas una nota que debía entregar en la mañana del día siguiente (algo sobre el destino de las negociaciones para la fusión de dos empresas con el mismo destino de quiebra), pero no podía dejar de pensar en esos rugidos, en cómo esas tempestades pudieron haber tomado desprevenidos a los marinos hace 500 o 600 años.
Podía sentir su sobrecogimiento, su indefensión, su admiración. Tuve la necesidad de acercarme a la ventana para ver cómo ese monstruo marino que era el mismo mar engullía la playa y torcionaba las palmas.
Desde esa misma ventana, mientras sondeaba ese espectáculo espectral con la primera claridad del día, vi lo improbable: dos personas caminaban por la costa en medio de esa tormenta feroz; un hombre y una mujer, que parecía gritar. Él, con gesto implacable, la arrastraba del brazo mientras ella intentaba zafarse.
Cuando estuvieron cerca del mar, en un movimiento rápido y preciso, el hombre la tomó por el cuello y la arrojó al otro lado del paredón, a merced de la furia de las olas; luego continuó su camino hasta perderse de mi vista por alguna calle lateral.
La madrugada del 16 de febrero de 1983, se presentó ante mí la madrugada del 11 de agosto de 1971. Primero como una visión implacable de mi pasado, luego con tres golpes a la puerta de mi habitación y la policía irrumpiendo en mi cuarto.
La madrugada del 11 de agosto de 1971 alguien, desde la misma ventana que me mostró esa tormenta la madrugada del 16 de febrero de 1986, me había visto arrojar a Diana a las fauces del Atlántico.
Hoy es quizá otra ventana, quizá la misma, desde donde veo la misma noche, la misma tormenta, el mismo intento desesperado de Diana por zafarse: la ventana de mi celda da, desde hace no sé si 37, 52 o ya indistinguibles años en la tempestad de mi memoria, al mismo recuerdo vívido.
Ni ella ni yo, claro está, hemos podido zafarnos.