Zángano
Luis Pachón Gómez | Luis Pachón

No le gustaba ese tipo. Pero al hosco excomisario no le gustaba nadie. Por esa razón, tras su retiro, se había dedicado a una actividad alejada del resto de los hombres como era la apicultura. A eso, y, claro, a preservar la férrea correa con que ceñía a su hermosa hija, de la que también quería mantener al resto de hombres alejados. Su celo respecto a ella era tal que, incluso, había hecho coincidir aquella inocua cita con sus clases de costura, para que no llegara ni a cruzarse con el joven invitado con quien, en esos momentos, saboreaba miel en su despacho.
El excomisario deseaba desarrollar su pericia como apicultor y ese chico se había presentado como maestro en ese campo. Sin embargo, cuanto más avanzaba la reunión, menos cierto parecía ese título. El muchacho solo hablaba generalidades y evadía constantemente sus preguntas. Presintiendo que la paciencia del excomisario estaba a punto de agotarse, el supuesto experto se quitó finalmente la máscara y sacó la pistola que escondía. Tal cosa no hubiera arredrado al excomisario de no haber reconocido el arma: era la suya, la que creía guardada allí mismo, en el cajón. ¿Cómo la tenía aquel tipo?
Durante cerca de una hora, el hombre hubo de soportar escuchar el sinnúmero de perversidades que el joven planeaba hacerle a su hija en cuanto apareciese, encolerizándose pero sin hacer un movimiento, pues si algo le pasaba a él, ella se quedaría indefensa ante ese perturbado.
Cuando el reloj marcó las siete, la chica, como debía hacer puntualmente para no ganarse una paliza como la que a su propia madre le había costado la vida, volvió al hogar. En breve se presentaría en el despacho. El joven parecía saberlo. Puso una expresión obscena.
No podía esperar más.
El retirado policía, hombre aún de gran corpulencia, lanzó la mesa por los aires y se abalanzó sobre su secuestrador. Este abrió fuego, aunque su disparo erró por mucho. Tras un breve forcejeo, el excomisario logró reducir al joven, arrebatándole el arma e inmovilizándolo justo antes de que sintiera moverse el pomo de la puerta.
–¡No entres! –gritó. Su hija no debía ver todo lo que iba a hacerle a ese malnacido.
Sin embargo, la puerta se abrió.
–¡Ahí está! –dijo la muchacha, que, sorprendentemente, no venía sola. Dos agentes la acompañaban–. ¡Va a matar a mi prometido!
Antes de que el excomisario pudiera reaccionar, los policías, alertados por la joven del peligro de su padre y viendo al chico sometido y a este armado, le descerrajaron dos tiros.
Mientras agonizaba, el excomisario contempló con pavor cómo su hija corría a abrazarse a aquel embustero que con voz aflautada decía “me ha atacado cuando le he pedido la mano de su hija”. Entonces, antes de su último estertor, lo comprendió todo, muriendo con una expresión retorcida a la que su hija, al fin libre y agradeciendo a su amado su valor, dio la espalda para siempre olvidar.