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Carlos Acinas Rodríguez | Lord Kelvin

La casa lo comprendía todo. Comprendía un pedazo de sierra de varias hectáreas, repleto de viejos árboles de especies diversas entre cuyas raíces se había dado sepultura a antiguos perros guardianes, a un par de canarios y a alguna que otra tortuga.
A la misma profundidad a la que descansaban aquellos huesecillos, corría el agua de la piscina, que estaba provista de un chorro en un extremo contra el que se podía nadar sin avanzar un solo centímetro. Braceando frente a aquel chorro se había recuperado la dueña de la casa de su reciente lesión de hombro.
El jardín comprendía también una fuente con un querubín, un solárium, un porche y, bajo este, una gran mesa de mármol rodeada de sillas, escasas siempre que se celebraban cumpleaños o cualquier reunión estival. No obstante, las sillas sobraban desde la operación de hombro y el griterío de los nietos había dado paso al susurro del chorrito de la piscina.
La mejor vista del jardín era la del despacho de la segunda planta, acristalado de suelo a techo, semejante a una enrome pecera. Todo estaba acorazado en su interior: la caja fuerte, los cajones del escritorio donde dormitaban papeles de herencias y escrituras, la vitrina que custodiaba la porcelana fina, las paredes mismas, recubiertas de espuma para lograr un silencio tan absoluto como el de una cámara anecoica.
El aire de los pasillos era estanco, y la luz de la sierra se filtraba en forma de cuchillas a través de los estores de las persianas. Sobre las alfombras se dibujaba una única talla de pie, pisadas sonámbulas de paso corto, fantasmas.
Por el hueco de la escalera se colaba el aire frío de la montaña, que era exhalado por las tejas en un silbido cansado, como si la casa tuviese asma.
En la planta baja, la cocina permanecía en penumbra. Olía a vino picado y a trapos húmedos. De aquel vino se habían servido dos copas. Las había servido la dueña, pues sus huellas aún se apreciaban en la botella, demasiado llena para ser un vino tan caro.
Una pulsión, un recorrido latente, había dejado abiertas las puertas que conducían al salón, donde se percibía algo más que simple quietud. Había un descuadre en las pinturas, una incoherencia en la posición de los muebles y una silueta humana hundida en los cojines del sofá.
Los otros cuartos de la casa habían contenido el sueño y el insomnio, dinero celosamente guardado bajo llave, peluches de infancia, invitados frecuentes y esporádicos… El salón, en cambio, no contenía ni contendría ya otra cosa que la muerte, el asesinato de su propia dueña impreso en la funda del sofá.
Aquel cuerpo asfixiado no había abandonado todavía su fortaleza, sino que, asido por dos hombres, levitaba sobre el camino del patio delantero en una bolsa mortuoria, un ataúd provisional negro como la noche, sellada con un frío y brusco zip de cremallera.